Leyendo La Invención de la Soledad de Paul Auster de algún modo resbalé (o caí en cuenta de que ahí estaba) hacia ese horrible sentimiento de la soledad. Las últimas semanas he pensado/sentido/habitado intensamente ese lugar, sin contemplación sino como arando la tierra con las manos, en búsqueda del espectro que la acompaña.
Bécquer dijo que la soledad es el imperio de la conciencia, porque estar solo es estar con uno mismo, hacia adentro, conectado con aquello invisible que subyace a nuestro cuerpo, pensamientos/sentimientos... pero presiento que la soledad no es aquello. Porque cuando nos conectamos con la sustancia de nuestra existencia inevitablemente nos conectamos con todas las sustancias que dan forma a la vida. Y allí no estamos solos. Allí es imposible sentirse solo porque los límites desaparecen.
La soledad es esa fractura que señala el contorno de nuestra piel. Ese espacio donde estamos separados, de lo otro y de los otros, desmembrados incluso de nosotros mismos adentro. La soledad es quedarse callados. La soledad es el apego a lo que se acaba. La soledad es condenarnos a vivir la vida que creemos debemos vivir.
Hoy es un día importante en mi vida. Importante y misterioso pues cierro un ciclo que comencé hace solo dos años pero siento como si hubiera transcurrido en siglos de tanto que me ha transformado. A veces nos demoramos en llegar a ese lugar que buscamos, porque es desconocido, porque nuestros hábitos no nos dejan ver más allá, porque la vida se trata de la búsqueda más que de la llegada.
Tengo mucho que agradecer pero en el primer lugar está Michelle, un alma enorme en un cuerpo aún pequeño que me recuerda todos los días lo que realmente importa: la magia.