La mansión lo comprendía todo, como una enorme tumba de piedra tallada donde se desmoronan los restos de varias generaciones y se deshacen las vestimentas de seda gris y paño negro de las mujeres y de los hombres de antaño. Comprendía también el silencio, como si éste fuera un preso fervoroso y creyente que se va muriendo poco a poco en el fondo del calabozo, dejándose crecer una larga barba sobre sus trapos y harapos, recostado en un montón de paja podrida. Comprendía también los recuerdos, la memoria de los muertos que se ocultaban en los recovecos de las habitaciones, unos recuerdos que crecían como hongos, como el moho, que se multiplicaban como los murciélagos, como las ratas o como los insectos en los sótanos húmedos de las casas demasiado antiguas. En los picaportes se sentía el temblor de unas manos de antaño, el fulgor de momentos pasados, llenos de dudas, cuando aquellas manos no se atrevían a abrir una puerta. Todas las casas donde vive gente tocada por la pasión con toda su fuerza se llenan de este contenido impreciso.
La última filóloga
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Élida Lois tenía una voz incomparable: con la misma gravedad de la de Olga
Orozco, pero sin los rastros de tabaco y alcohol que la poeta necesitó para
es...
Hace 17 horas
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