miércoles, 6 de mayo de 2015

El cotidiano ¿me mata?

Volveré a las historias esas que fluyen no más. Estos días pienso mucho en la muerte, no en la mía pero en la de algunos que amo. Personas que viven su día a día pero que viejas, cansadas y gastadas esperan con pasmo la muerte.

Lo ridículo de este pensamiento es que en verdad yo podría morir ahora, mientras escribo esto, de un paro cardíaco, atorada con las flores de Bach que me tengo que tomar más rato o asfixiada por mi gata que le ha dado por dormir encima mío. 

Por qué si sabemos esto dejamos que el cotidiano nos mate antes de tiempo? Porque incluso en la repetición hay descubrimiento, placer. Porque en lo trivial hay poesía, sino pregúntenle a Parra o a Duchamp (en este caso tendría que ser con la ouija).

Tan pocas veces nos dedicamos a auscultar el misterio que impregna lo cotidiano. A sintonizar con la sustancia silenciosa de lo doméstico. Y esto me lleva a pensar en mi infancia, donde viví la muerte de lo cotidiano con tanta intensidad como el misterioso placer de las rutinas.

Recuerdo tardes oscuras, lentas, de esas donde el tic tac del reloj parecía trepanarme el cerebro. Esa sensación del cotidiano aplastándome, la sensación de no tener horizonte donde mirar, ni ruta para viajar o destino donde llegar. Parada (o sentada) esperando que algo me tocara por dentro.

Recuerdo días y noches agitadas, luminosas, llenas de cosas, llenas de experiencias, sensaciones, preguntas, esos días en que el tiempo no existe o si existe no importa. Días y noches donde la experiencia de estar vivo no cabe en tu cuerpo, no se explica con palabras, no sabe de dudas. 

Quizá lo único diferente de ambas experiencias es que en la segunda yo habitaba el mundo, junto a las cosas y a los otros, expuesta a lo por venir. En la primera todo era yo y ensimismada miraba sin ver mis propias ruinas.









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