Una de las cosas buenas de ser la profesora es que siempre tienes el desafío de conectar con quienes llegan a tu clase en cuerpo, pero no en alma (y ojo que a veces son la mayoría).
En las salas de profesores lo que más se oye son reclamos de la "calidad" de los alumnos, de su "incultura" (qué retrógrada forma de definir cultura), de que no saben ni se interesan por nada, de que todo esto es un negocio y que la selección no discrimina...
Me pongo a pensar entonces en que tienen razón pero de forma equivocada. Tienen razón porque siguen pensando en la universidad de hace 40 años donde los que estudiaban eran la elite intelectual y en muchos casos económica de este país. Alumnos provenientes de familias con cultura académica, profesionales letrados, intelectuales, en mi época pobres como ratas en muchos casos con la dictadura, pero todos acostumbrados a pensar y hacer como se piensa y hace en la universidad.
Yo estudié en la Universidad de Chile, donde el rigor (teatro además tienen sus rigores extremos), la autorregulación, la proactividad, el conocimiento y contacto con la vida y el mundo, la curiosidad, el placer y compromiso hacia la carrera, la admiración hacia los maestros y otras características que hoy extrañamos en nuestros estudiantes eran la única forma de "ser" en la universidad. Yo lo disfruté. Y lo sufrí, también. Y hoy, cuando veo a mis estudiantes mirándome con sus ojitos como apagados, me apena ver que en ellos lo que se refleja mas que ignorancia es desesperanza. Porque cuando yo estudié queríamos cambiar el mundo y entendíamos que ese era nuestro camino. Pero estos mis alumnos están ahí porque son la esperanza de una vida mejor para sus familias, porque el colegio los convenció durante 12 años de "invertir" en su futuro, porque estudiar ahora es un negocio, entonces el cálculo es qué puedes estudiar para ganar plata, con el puntaje que sacaste en la PSU por supuesto, y además, al parecer todavía nos seguimos creyendo eso de hay que "culturizarse" para ser alguien.
También en la sala de profesores escucho algunos que no se hacen problema, total el que atina atina y el que no no es su problema. Y vaya que problema porque esos repitentes, y en muchos casos futuros desertores, ya en el primer año deben al menos un pulmón y el páncreas al banco. Otros, que menos problema se hacen, casi no hablan, hacen su clase rapidito, aprueban a todos y pasan piola, porque no olvidemos que los profesores somos "prestadores de servicios" y nuestro servicio lo evalúan nuestros "clientes" con una evaluación docente al final del curso que más parece una encuesta de satisfacción.
Otra de las cosas buenas de ser la profesora es que dentro de la sala siempre puedes hacer lo que quieres. Hoy en día me importa poco el programa. Más intentos hago porque aparezca el brillo en sus ojos, porque si eso ocurre entonces el pequeño conocimiento que yo les comparto en mi curso se multiplicará en ellos de formas que ni yo puedo imaginar. Esta canción se la debo a mi hermano que me mostró Pink Floyd, y la de abajo es la versión que le mostré a mi sobrina (su hija) y que ahora no para de escuchar. Las vueltas de la vida!!!
Cuando se cumple cuarenta ocurre una especie de catástrofe interna, como un huracán o un choque en automóvil. Uno se pregunta cómo es que ocurrió esto llegar a los 40 años si hace tan poco teníamos 30, porque de los 35 en adelante por algún fenómeno que los científicos deberían estudiar (o tal vez en alguna universidad gringa se está haciendo, porque pucha que estudian leseras esos gringos) como que nuestro ser interno no procesa ese tiempo. A veces me pregunto si será porque a esa edad estamos demasiado preocupados por ser exitosos y cumplir con todos los cánones sociales: tener casa propia, marido, hijos, un buen auto, plata para ir al restaurant de moda o viajar a algún destino shuper loco... construyendo un futuro estable, tranquilo, seguro (que cosa más alejada de vivir la vida).
Así es que de pronto se cumplen 40 (y no es un drama, uno está feliz) pero, al día siguiente te levantas, te miras al espejo y te ves las arrugas, las bolsas en los ojos, la piel ya no está tan tersa, hay manchas nuevas en la piel, canas por todas partes... y en los días siguientes descubres de que el hueso de la muñeca derecha está más grande que el de la izquierda (porque uno está seguro de que antes eran iguales, ¿o no?), que tienes un poroto en alguna parte, o que después de subir y bajar la bici 5 pisos todos los días por la escalera... entonces como que nuestro cuerpo ya no es nuestro cuerpo y comenzamos a pensar (al menos yo que soy hipocondriaca) en tumores malignos, condiciones cardíacas de cuidado, reumatismo, y toda clase de males con nombres impronunciables propios de la edad (¿es que ya entramos en esa edad?!!???).
Lo extraño es que todo este fenómeno crítico (¿o solo a mi me pasan estas cosas?) con el paso de las semanas y meses comienza a desvanecerse, y cuando se acercan los 41 uno ya está en paz con la muñeca más grande y las arrugas. Los porotos van y vienen pero el doctor dice que todo está bien y la bici queda en el patio no más (total si llueve que se moje, qué tanto!) Uno se mira al espejo y de nuevo ve la belleza, la vida que sale a borbotones por los poros de todo el cuerpo.
Entonces, aparece un nuevo yo, despreocupado de las cosas sin importancia, conectado con la propia esencia, dispuesto a arriesgar, con más ganas de estar con los amigos y la familia, dispuesto a dejar el trabajo si no nos gusta, dispuesto a no seguir con alguien por costumbre (porque todos merecemos ser amados -y amar obvio- con ganas), dispuesto a entregarse a la existencia con los brazos abiertos y, sobre todo, dispuesto a experimentar una nueva forma de ser y estar en la vida, esa que comienza a los 40.
No se por qué escribo esto hoy pero vino a mi de pronto.
Karma es un concepto difícil de comprender para los que crecimos en occidente pero desde que estudio Hatha Yoga he sentido gran curiosidad por buscar su real sentido. En principio cuando escuchaba a alguien decir la palabra karma la mayoría de las veces era en alusión a algo negativo que le sucedía a esa persona y por lo tanto, una especie de "castigo inevitable" resultante de una mala acción cometida en el pasado. Incluso algunas veces en la expresión "es mi karma" sentía deslizarse una especie de resignación ante la mala suerte.
Karma deriva de la raíz kri "hacer o fabricar" por lo cual su significado puede extenderse a conceptos como acción, trabajo, producto o efecto. Nuestra existencia como humanos reside precisamente en esta condición de "actuantes" donde la impermanencia de las cosas nos moviliza, pues el único estado permanente que conocemos es la muerte (al menos en nuestras fantasías ya que solo cuando estemos muertos lo sabremos). Cuando esta idea de karma apareció en mis clases comencé a fijarme en las razones por las que hacía lo que hacía y descubrí que siempre tenía segundas intensiones. Mis actos no eran ingenuos pues de alguna forma siempre calculaba el efecto que estos causarían, obviamente, siempre devueltos hacia mi en forma de ganancia. Se que es un lugar común decir que somos lo que hacemos (no lo que decimos ser o hacer) sin embargo, desde mi perspectiva en la acción subyace una segunda capa, la del "como hacemos lo que hacemos". Es verdad que nuestras acciones reflejan lo que somos, al menos hasta el momento presente pues quienes somos (o creemos ser) cambia en el transcurso de nuestras vidas. Pero en las acciones no solo vemos nuestro reflejo pues su efecto también es hacia adentro. Cada cosa que hacemos, desde leer un libro, cocinar, escribir una carta, decir algo a otro, pensar de algún modo particular, hasta creer en algo, supone una actitud interna hacia la acción (consciente o inconsciente) lo que implica entonces una constante retroalimentación entre estas acciones y nuestra propia esencia. Así reafirmamos, cuestionamos, derrumbamos o construimos nuestras estructuras de personalidad y autoimagen. Reflexionar a cerca de lo que hacemos, pero más aún sobre cómo lo hacemos, con qué fin y con qué actitud interna, es una puerta directa a nuestro interior y una gran herramienta de crecimiento y evolución personal. Mirar nuestras acciones hacia adentro, descubrir sus huellas en nosotros mismos, es la mejor manera de actuar coherentemente hacia el exterior y en relación a quienes elegimos estén en nuestras vidas. El karma entonces no es mala suerte, es la posibilidad de actuar conscientes y hacer de nuestras acciones una forma de experimentar la propia existencia.
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